“Así como a partir del desarrollo de las máquinas de vapor se superaron los límites de la capacidad física humana o animal, el desarrollo de la computación hace posible superar las fronteras de la capacidad intelectual de las personas.”
Es el punto de partida del análisis que realizan Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, miembros del MIT, en su libro The Second Machine Age: Work, Progress, and Prosperity in a Time of Brilliant Technologies. Cierto es que su inicial optimismo se ve luego muy matizado ante la tozuda realidad de algunos hechos como la desigual influencia de la digitalización en el bienestar de las sociedades y en las distintas áreas de la economía y el trabajo.
No busco, sin embargo, bucear en simas tan profundas. Prefiero quedarme en datos más “visibles”, como, por ejemplo, que consultamos el teléfono móvil una media de 170 veces cada día…, lo que me permite concluir que artilugios de reciente creación se han imbricado en nuestra vida de forma tal que la condicionan como quizá nunca imaginamos, Esto es la revolución digital, con sus claroscuros, pero sobre la que me permitiré lanzar algún confeti que le dé un cierto tono positivo, aunque sea más a nivel de aspiración que de realidad.
El algoritmo como tesis
Google, ahora Alphabet, es más un laboratorio que una fábrica. La parte visible son las aplicaciones y los servicios tangibles que producen sin cesar, pero el corazón de semejante “monstruo” late al ritmo de la reflexión y la generación de ideas. El pensamiento precede a la acción, a modo de nueva filosofía que ahora se hace operativa casi de forma inmediata. De hecho, me atrevo a imaginar que si Rousseau, Kant, Nietzsche o Sartre estuvieran aún entre nosotros se dedicarían a desarrollar algoritmos capaces de impulsar nuevos sistemas de organización social y relación personal, tal y como en realidad proponían con sus tesis filosóficas. Ya hay evidencias de esta suplantación: basta observar cómo la política de D. Trump parece depender más del algoritmo de Twitter que de las doctrinas de Maquiavelo o Thomas Hobbes.
Así, “Inside Google”, la Organización nos sugiere una serie de características que, a su modo de ver, identifican nuestro presente. Son: la globalización; el valor de la información sobre la reflexión; desconocidos niveles de posibilidades participativas del individuo que ha de asumir, sin embargo, el contraste con una mayor dictadura en la gestión (el control del algoritmo); la intromisión en la privacidad y los conflictos y gestion de conflictos derivados de ello; y la fragilidad de este desarrollo digital por su dependencia de la tecnología, la energía, la programación, la ciberdelincuencia…
No es un mal boceto porque responde a una visión panorámica bastante completa, aunque, como es natural, podríamos añadirle muchas anotaciones al margen.
La tecnología digital… ¿apta para el consumo?
Lo cierto es que tanto si partimos de los rasgos ideológicos o filosóficos de la tecnología digital como de su repercusión real en nuestra vida, nos encontramos con la necesidad de definir los requisitos necesarios para que todo ello suponga mayores niveles de bienestar personal y social, que es lo que a la postre exigimos a cualquier avance humano. En otras palabras, cabe preguntarnos: ¿qué ingredientes deben incluir tanto los dispositivos digitales como los algoritmos y programas que los hacen funcionar para que podamos asumirlos como “convenientes para el consumo humano”? Quizá la pregunta es demasiado ambiciosa, como pretencioso por mi parte el intento de dar una respuesta. Por eso propongo sobre todo una reflexión, de cuyo resultado estaría bien que obtuviéramos un cierto criterio para un uso adecuado de la tecnología. Desde aquí animo a ello. Y como no quiero quedarme en lo fácil, ahí van mis modestas conclusiones.
Ingredientes.
Partamos del rasgo identitario de la tecnología digital para poder entender, antes de nada, de qué estamos hablando. En este sentido, la primera condición es: la conectividad.
Los españoles hemos aceptado que nuestro gusto por las relaciones sociales tiene un compañero ideal en los smartphones, tablets y equivalentes. El dato es que mientras la media internacional de adquisición de dispositivos con acceso a la red es de 94% y 73% si nos referimos a teléfonos móviles y tabletas respectivamente, en España dicho porcentaje es de 97,4% y 77,1%; y vamos por encima también en Smart TVs y otros aparatos. La conexión sin límites de espacio y tiempo es lo que marca la diferencia entre la tecnología de ayer y la de hoy. Las palabras mágicas que ya forman parte de nuestro vocabulario son: wifi, bluetooth, 4G, contactless…
Poder entrar en contacto deriva, como segundo rasgo, en la creación de comunidad. Cierto que el concepto comunidad o grupo no es ahora tampoco el mismo que solía, tal y como afirman sicólogos y sociólogos.
La digitalización de nuestras relaciones nos ha cambiado el formato y también los efectos.
Ya no hace falta el contacto físico, cara a cara, porque las palabras son un toque en la pantalla, los gestos y emociones vienen ya prefabricados en forma de emoticonos y los resultados se cuentan en grupos o comunidades virtuales cuyo nivel de afección se mide en likes o retuits.
Así pues, para empezar, nos conectamos con la aspiración casi siempre de poder pertenecer a una comunidad en la que los vínculos se asientan sobre intereses o afectos de lo más diversos, en la que no suelen existir compromisos ni de permanencia ni de colaboración y donde se establecen jerarquías en función sobre todo del reconocimiento subjetivo y difundido que tus aportaciones merezcan en los demás.
El tercer elemento que creo sobresale en la valoración de lo digital es la utilidad. Descubrimos hace no tanto tiempo lo práctico que resultaba llevar el teléfono encima a todas partes, o lo cómodo que era que una voz nos fuera “cantando” el recorrido a seguir mientras conducimos sin necesidad de detenernos a desplegar un mapa de papel. Lo digital, aplicado a dispositivos o aplicaciones, debe contar con algún provecho presente o futuro. Es lo que sostiene su perdurabilidad o, por el contrario, lo que lo relega en poco tiempo al apartado de rarezas, con vocación vintage. Eso sí, la interpretación que cada uno haga del concepto utilidad es otra historia que depende de multitud de factores. El correo electrónico que me permitirá enviar cómodamente estas líneas es el mismo que me puede inundar de spam y contagiar de virus el ordenador porque también es útil para eso. Todo tiene un riesgo y un precio, y, por cierto, la digitalización de nuestras vidas empieza a tenerlos de forma cada vez más evidente.
Por último, pienso que hay un rasgo que debemos exigir a las nuevas tecnologías, si bien es cierto que no solo depende de sus procesadores y algoritmos sino también de nuestro nivel de responsabilidad. Podemos llamarlo compatibilidad on-off. Es la característica que ha de permitirnos aplicar en nuestra vida una adecuada convivencia entre lo digital y lo que aún no está sujeto a un chip.
Busquemos un símil en lo ocurrido con el automóvil. Hay ciudades en las que la dependencia de los vehículos a motor alcanza niveles extremos y otras en las que, para muchas de nuestras necesidades de desplazamiento, caminar sigue siendo una opción. Al entorno digital creo que debemos exigirle –y exigirnos– lo mismo: que no condicione en exclusiva facetas de nuestra vida hasta niveles de dependencia sin escapatoria. Deberíamos poder pasar a modo off sin temor a la pérdida, por ejemplo, de amigos, o de diversión, o de capacidad de gestión de las distintas facetas de nuestra vida diaria. Claro que uno de los componentes de la utilidad inicial es precisamente la comodidad, y ésta crea hábitos de uso a los que no es fácil renunciar. Yo, como tantos, apenas piso ya una oficina bancaria, pero podría todavía hacerlo. Es lo que llamo compatibilidad on-off.
En nuestras manos seguimos teniendo nuestra gran herramienta, el algoritmo exclusivo del ser humano (mientras Elon Musk lo permita) que es la libertad de elección y actuación. Pero, cuidado, porque la libertad también puede ser programada. Aquí va un curioso ejemplo: RunPee.
Estamos en el cine, ante una película que nos tiene absortos… Pero pueden surgir urgencias físicas siempre inoportunas porque nuestra vejiga tiene muy poca cultura cinematográfica. ¿Cuándo levantarse para el necesario alivio? ¿Y si me pierdo la escena fundamental…? RunPee es una app que, con una discreta vibración, nos avisa del mejor momento para acudir al baño porque “sabe” que la secuencia que sigue es prescindible. Lo sabe porque hay muchos usuarios alimentando una base de datos de las películas de estreno e indicando las pausas más adecuadas. Y para redondear el favor que nos hace, al regresar aún podemos ver en la pantalla del móvil una pequeña sinopsis de lo que nos hemos perdido. Y, además, es gratis.
[smartads]
Ahí está: conexión, comunidad, utilidad y compatibilidad siempre con nuestra libre decisión de aguantar la micción, a pesar de todo, hasta el The End, sobre el que, por cierto, RunPee también nos alerta de si, tras los créditos, hay alguna última escena sorpresa.
Al margen de estas rarezas, es con tales condiciones, entre otras, como la tecnología digital nos puede venir de cine. Digo yo.